Detrás del Espejo

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domingo, 13 de marzo de 2016

Viaje en el tiempo: sensaciones y BPS en una mañana de domingo


Hoy de mañana, después de haber sido obligado a elegir algo de lo que ni sé ni me interesa, salí a caminar por mi barrio. Voté en el Latino, oficialmente Colegio Latinoamericano, que queda a unas pocas cuadras de casa. Entré y salí, dos buen día y algunas sonrisas. Una de las ventajas de vivir la mitad de mi vida en Brasil es que me acostumbré a sonreír más.
Después de votar y aprovechando un cielo celeste como sólo tiene Montevideo, me entregué a caminar sin rumbo por el barrio. Caminé por la calle Bonpland, para mí una de las más bellas de la ciudad. Soleada, tranquila, arbolada. Pequeños jardines, casas bonitas, antiguas y más nuevas, alguna reja interesante y un gato en la ventana, blanco y de ojos celestes, que controlaba con elegancia el movimiento en sus dominios. Lo saludé, como hago siempre con los gatos, una leve reverencia y – buen día –.
Seguí luego por 21, Ellauri, el parque de Villa Biarritz, donde palos borrachos en flor hacían contraste rosado contra el cielo. Me detuve a admirar el edificio “Las Mariposas”, un ejemplo de arquitectura náutica de los 30, del que no recordaba que tenía mariposas gigantes caladas en su fachada. Una joya de otro Montevideo.
Al volver, cruzo a la altura de la Escuela Grecia y sigo. Me detengo. Fue mi escuela, y está abierta por las elecciones. Entro. Como si viajara en el tiempo subo los mismos escalones que hace más de 30 años pisé por primera vez. La puerta está igual. El hall, el mismo. El gimnasio, ¡el patio! De alguna forma siento que estoy haciendo algo prohibido, asomándome a mi propio pasado. Voy hasta el patio y saco una foto. Ahí yo jugué durante años, todas las tardes, en el recreo. Me caí, lastimé mis rodillas, le pedí a una compañera que se llamaba Patricia, una compañera de jardín de cuatro, que fuera mi novia. Y me dijo que no: primera decepción amorosa. Ahí bailé danzas griegas en la fiesta de fin de curso. Fui abanderado.
Después me acerco al gimnasio: ¡lo odiaba! ¿Por qué me obligaban? Yo era un taponcito redondo, bastante ineficaz en cualquier destreza física y pasaba mucha vergüenza. Por eso inventaba que me dolía la panza e incluso le pedía a mi madre que me escribiera una carta para la maestra, para que no me mandara. Los varones jugaban al fútbol, lo cual yo no sabía y tampoco quería aprender. Me elegían siempre entre los últimos, una afrenta que no podía tolerar, porque claro, no me sentía querido.
Hoy mirándolo al revés creo que tampoco me elegiría, es que seguro para el fútbol yo no servía.
Recorro los pasillos y termino en el salón donde tenía clase a mis 4 años. Yo estuve ahí, yo jugué, dibujé, comí. Yo. Ahí. Y la sensación es linda, es rara, es… en algún punto inefable. Como en un cuento de ciencia ficción los dos yo nos miramos, y tal vez, un yo tercero nos mira.

Camino de vuelta y pienso: qué chico que es todo; cuando todo me pareció tan grande, que chico que hoy me parece. Seguro que de aquí a 30 años, mucho de lo que hoy grande veo, veré con una sonrisa que diga: ¡qué chico que es!

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